La Desbandá, Málaga, febrero de 1.937

La desbandá, la caravana de la Muerte, en Málaga

Málaga, 7 de febrero de 1.937

– «Miguel, esta noche vamos a jugar a algo, ¿vale? Jugaremos al escondite, como otras veces«

El niño miraba a Juan con unos ojos radiantes, como si con él no fuera la gran tragedia que ocurría a su alrededor.

Aquella propuesta de su padre era una novedad para él, encerrado en casa desde hacía días. Aún así, era divertido, salvo por aquellos golpes secos que se oían en el exterior: «Cañonazos», lo llamaba su padre. Pero él aún no sabía lo que era. Imposible. A sus tres cortitos años, sólo pensaba en corretear por la casa a oscuras, y en divertirse, y en reir. Pero aquellos «cañonazos» lo asustaban, y entonces corría a los brazos de su mamá o de su hermanito mayor, Jose.

– «Miguel, has de ser bueno, ¿eh? y hacer todo lo que te diga» – continuaba su padre. «Mira, esta noche vamos a salir. Los vecinos, serán los que tienen que buscarnos, y ellos contarán hasta cien; así que saldremos muy calladitos y nos iremos lejos a escondernos, para que no nos encuentren ¿me entiendes?«

Miguel, asintiendo, agitaba su pequeña cabecita lo más rápido que podía, presa de la emoción y contento de poder jugar con su padre.

María, la madre, apenas podía contener las lágrimas. No podía mirar a sus hijos. «Pobres niños míos, ¿qué será de ellos?», se decía.

Despacio se acercó hacia Jose, su hijo mayor, le puso la mano en el hombro, y entre susurros le pidió que se alejara de la ventana.

«No puedes abrir los postigos, ya lo sabes, hijo«. La mirada triste del niño se dirigió hacia su madre y asintió.

«Te necesitamos, Jose, y lo sabes. Ya eres mayorcito, tienes ya siete años. Estás hecho un hombrecito… mi hombrecito. Habrás de cuidar de tu hermano en todo momento. Sabes por lo que vamos a pasar; ya no podemos seguir aquí. Por favor, hijo mío, coge lo más básico, no podemos llevar prácticamente nada, porque el camino será largo; y ayuda a tu hermanito«.

Jose había crecido más rápido de lo que cualquier otro niño hubiera crecido en cualquier otra época. Le había tocado vivir una época difícil. De hambre, de horrores, de injusticias. No podía entender el por qué de todas aquellas cosas, pero sabía que ahí afuera estaba el peligro, y que ya no era época de juegos, sino de ser fuerte, de ser mayor.

Con su manita huesuda acarició la barbilla de su madre y le dijo: «No te preocupes, mamá. Ya soy mayor. Yo cuidaré de Miguel y de ti«, y cogió a su hermanito de la mano para llevárselo a la pequeña habitación en la que dormían los cuatro.

El silencio del saloncito le rompía el corazón a Juan. Fueron unos minutos eternos; ambos parados allí en medio, sin atreverse a mirarse apenas. Cuando se volvió hacia su mujer pudo vislumbrar en las penumbras las dos lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Se acercó y la abrazó con todo el cariño del que fue capaz.

– «Te quiero, María, pero sabes que no hay otra solución. Dentro de poco estarán aquí los moros, y ya sabes lo que dicen, que vienen cortando cabezas. El frente de las tropas ya se vislumbra por el camino que viene de Alozaina; dicen que son 10.000 moros; desde el norte entran en la ciudad casi 5.000 requetés y por el este otros 5.000 italianos. Nos están rodeando; así que hemos de marcharnos rápido. Ha de ser esta noche«.

Juan sentía las convulsiones de su mujer sobre su pecho, la pena, la angustia que la embargaba; notaba que a él mismo le faltaba el aire en los pulmones, que no podía respirar. Ese nudo en el corazón y esa pequeña voz que una y otra vez le martilleaba la sien diciéndole que cómo era capaz de someter a su familia a esas penurias… pero en el fondo, sabía que era lo mejor.

Él mismo había visto cómo sacaban de su casa a un amigo que ni tan siquiera era fascista ni le gustaba la política, y cómo lo habían fusilado allí, en el infausto paseo de Martiricos, solamente porque otro vecino que no lo podía ver lo había denunciado…

Vio la mirada de su amigo, allí en el llano, dirigiéndose hacia él justo momentos antes de que le descerrejaran el tiro; y vio a tantos otros siendo fusilados; curas, mujeres, niños, y como las mujeres libertarias se orinaban sobre sus cadáveres… Juan siempre había sido bastante de izquierdas, pero en aquel momento sintió asco; asco del mundo, asco de las ideologías, asco de los extremistas fueran de una facción u otra.

Ser de izquierdas o ser de derechas no era eso. El respeto por encima de todo; así se lo habían inculcado siempre sus padres, y aquella guerra maldita se estaba llevando todos sus ideales y toda su fé, y ahora no le quedaba otra más que huir, porque no dudaba que aquellos fachas harían lo mismo: Ojo por ojo, diente por diente, siempre igual.

Allí, en esos últimos meses había aprendido que no había malos ni buenos; que hasta el más malo puede tener su pequeño corazoncito, y que hasta el más bueno, puede odiar con toda su alma…

Juan separó con mucho cariño a su mujer, y primero con besos y luego con su dedo pulgar le limpió las lágrimas de las mejillas y los ojos.

– «Debes ser fuerte, María; por los niños, para que no se asusten. Almería no está tan lejos. Llegaremos, y una vez allí podremos escapar sin problemas por el levante. Allí se han hecho fuerte los republicanos y podremos protegernos. Francia parece lejos, lo sé, pero es nuestra salvación«.

Málaga, en la madrugada del 8 de febrero. La Desbandá.

Apenas un par de horas más tarde, Juan daba las vueltas al cerrojo de su casa, mientras su familia le esperaba en el rellano.

– «Calma, mi niño«, le susurraba al oído María al pequeño, mientras lo sostenía en brazos.

Por encima del hombro de su madre, aquellos ojos redondos y sonrientes miraban a su padre. Era divertido aquel juego, pensaba seguramente, y no les encontraría el vecino, de eso estaba seguro.

Con apenas dos fardos a cuestas, los que llevaban Jose y su padre, bajaron silenciosamente las escaleras. Allí en la puerta, bajo el manto de las estrellas de aquel 7 de febrero, ya entrando la madrugada del día 8, María se giró y echó un último vistazo a la que había sido su casa durante los últimos años; su hogar, sus recuerdos, donde nacieron sus niños.

Le parecía ahora tan triste la calle Trinidad; allí que en otras veces se habían reunido en la calle para cantar, para compartir buenos ratos, mientras Jose le daba patadas al balón intentando emular a Panizo…

– «Mi casa. Ya no la volveré a ver«, pensaba, mientras las palabras de poco antes de su marido le retumbaban en la cabeza: «Sé fuerte» y como pudo se mordió el labio para que su pequeño no viera la tristeza dibujada en su rostro. Lo miró, le sonrió, y le dio un beso en la frente antes de seguir adelante.

En la negrura de la noche, la familia cruzó todo el llano de la Trinidad y se encaminó por el Guadalmedina hasta salir a la costa. Allí, frente a los baños del Carmen el espectáculo que vieron los dejó atónitos.

Era una «desbandá», cientos, miles, los que como ellos huían en las sombras de la noche, dispuestos a llegar lo antes posible a Almería.

Las noticias que circulaban de boca en boca eran que las tropas ya estaban en la ciudad. Cuando se alzó la primera voz diciendo que los tanques italianos se dirigían hacia la carretera en pos de ellos, los gritos, los lamentos, los empujones, la desesperación hizo mella en todos. Apenas habían podido descansar, y aquella madrugada del 8 de febrero, en que las tropas nacionales conquistaron la ciudad de Málaga, Juan y su familia huían desesperadamente.

María cogió de nuevo a su pequeño en brazos para ir más rápidos; Juan animó a su hijo mayor, cogieron sus hatillos y marcharon lo más rápido posible. «Cuánta gente jugando«, reía alborozado Miguel.

Apenas unos minutos después se oyeron dos cañonazos secos. Eran el «Canarias», un barco que hacía su estreno, y el «Baleares», bombardeando desde el mar la línea costera, la carretera donde a la desesperada, los llantos bramaban en la mañana malagueña.

La carretera era estrecha; la gente se agolpaba sin sitio donde refugiarse. A la derecha estaba el mar, desde donde los dos barcos no cesaban su bombardeo. A la izquierda de la carretera iban quedando las escarpadas laderas de las montañas, y más adelante, ya a la altura de Granada, las de Sierra Nevada. A su espalda, los tanques cortaban su retirada. Sólo les quedaba seguir adelante, y sin apenas margen de maniobra.

Con aquel primer bombardeo desde los barcos cientos de personas murieron en la carretera malagueña. Y aún 240 km. les separaban de la capital almeriense.

El pequeño Miguel se había echado a llorar presa del miedo. Ya no le gustaba el juego. Los cañonazos le asustaban mucho, aunque se sentía protegido en los brazos de su madre. Poco a poco se fue calmando, y con lo poquito que sabía empezó a contar las personas que yacían en el suelo, mientras seguían andando:

«Déjalos, no les digas nada; están durmiendo porque necesitan descansar«, le decía su madre. Pero María ya no podía contener los lloros. El hambre que se había acumulado, pues apenas tenían una hogaza de pan para todo el día para los cuatro, la sangre dibujando formas extrañas en el camino, madres que yacían muertas en la carretera aún con sus niños recién nacidos en brazos, niños perdidos buscando entre llantos a su familia… todo era insoportable, y aún así tenían que seguir, acosados por la indigna Muerte que aquellos locos falangistas habían llevado al territorio español.

La Caravana de la Muerte

Durante kilómetros, el bombardeo fue incesante. Ya no eran sólo los barcos; a ellos se habían unido los Messersmichdt de la aviación alemana, que continuamente hacían pasadas ametrallando desde el cielo a la caravana.

El cielo y el mar se habían unido para devastar a aquellos pobres refugiados indefensos. Era una carrera contra el tiempo, de desesperación, de angustia, de miedo. A apenas 100 km. de Almería, justo en la curva de Adra, tras varios días de huida, el ataque sobre ese punto fue masivo. Los refugiados echaron cuerpo a tierra mientras los aviones pasaban una y otra vez sobre sus cabezas. El ruido era ensordecedor.

Juan se levantó cuando avistó el hueco necesario para esconderse, cogió a su hijo mayor y se giró hacia su mujer. La llamó: «Levántate, María, rápido, allí entre la maleza, vamos«. Pero María no respondió. Unos pocos metros más atrás, María yacía en un charco de sangre con su pequeño Miguel entre sus brazos, sus ojitos abiertos, y su mirada perdida. Al fin lo habían encontrado; se acabó el escondite, habían perdido el juego.

Ni Miguel ni su madre podrían vivir para darse cuenta de las inmundicias de las guerras, ni de las injusticias ni las ilógicas de la intolerancia humana.

12 de Febrero de 1.937

El final de aquella «caravana de la muerte», como hoy día se la conoce, no pudo ser más desesperanzador.

Tras aquel bombardeo cerca de Adra, los que quedaron con vida, llegaron al fin a Almería. Cuando, extenuados, descansaban en una de las principales calles de la ciudad, a la intemperie, por sorpresa, trimotores alemanes e italianos hizo una incursión en la ciudad, aún en manos republicanas.

Bombardearon sin compasión aquella zona, justo donde se encontraban los refugiados. Murieron un centenar más de ellos. Desde la costa, el día 21, el Admiral Scheer, y los destructores Leopold, Albatros, Lluchs, y Seeadler, continuaron con el bombardeo, hasta que finalmente el día 29 Almería cayó en manos de los nacionales. La caravana de la muerte continuó hacia el levante español , camino de Murcia, entre más disparos y bombardeos.

Sin embargo, ningún episodio ha sido considerado tan cruel, tan sanguinario y con tantas muertes en la historia de la Guerra Civil española, como aquél de la carretera costera malagueña.

En el primer día de la toma de Málaga, casi 5.000 personas murieron «ajusticiadas» sin tan siquiera un juicio previo. En las siguiente dos semanas, otras 15.000 les siguieron los pasos, y fueron asesinados. En aquella carretera hacia Almería murieron otros tantos miles de exiliados.

Un 12 de febrero, muchos años después

Esta semana se conmemora en Málaga el 86 aniversario de la «Desbandá», o «La Caravana de la Muerte», infaustos apelativos que recuerdan el episodio más trágico ocurrido durante la Guerra Civil española.

Leyendo la noticia, me ha venido a la memoria otro aniversario de este mismo hecho histórico al que tuve el honor de asistir años atrás. Se conmemoraba en Málaga, en la Sala Alameda de la Diputación.

Fotos, testimonios, periódicos, imágenes se reunieron en esa sala como recordatorio de la vergüenza y del crimen que ocurrió en la Carretera de Almería.

Me impresionó ver mucho de los testimonios, la verdad. Tanto que aún varios años después los tengo muy presentes. Lo que yo os he escrito aquí es una pequeña licencia que me permití aquel mismo día al crear una familia ficticia, pero el resto, todos los hechos relatados (las desbandá por la carretera, las persecuciones, los bombardeos, los ametrallamientos…) son verdaderos.

Supongo que muchos, alguna vez, habréis oído a vuestros padres o abuelos hablaros sobre la guerra. En mi caso fue así, y por momentos, viví como mías aquellas historias que me contaban de cuando pasaban días enteros encerrados en casa con los postigos cerrados y a oscuras; o como cuando ponían muy bajito una radio de galena que se habían construido; o del hambre, o de los racionamientos de alimentos.

En la sala, mientras copiaba los dos textos que os pongo más abajo, coincidió a mi lado, un viejito; no le pude ver los ojos, pero sí oí como, entre dientes, mascullaba palabras inconexas, imprecaciones. Por allí deambulaba el pobre , casi desorientado. Tuve toda la sensación de que él vivió todo aquello, Estuve en un tris de acercarme y abrazarlo; de hacerle ver cuanto sentía todo aquello, y de que al menos, dentro de su pena se sintiera bien… pero lo dejé, con sus probables recuerdos… No sé si aquel viejito vivió aquello, pero sí que sentí todo el dolor que aquellas imagenes y textos transmitían tantos años después.

Sólo he querido con este texto recordarlos a todos. Que su historia, la de aquellos inocentes, no se pierda y que al menos, unos cuantos más aunque lo lean pocos, sepamos lo que tuvieron que pasar y luchar, y cómo tuvieron la valentía de enfrentarse cara a cara a la Muerte.

Estos son los dos testimonios; uno, la carta de uno de aquellos refugiados que huyó por aquella carretera; el otro, lamentablemente, es un indignante escrito del general Queipo de Llano, el mismo que durante muchos años tuvo plazas a su nombre tanto en Málaga como en Sevilla.

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«Quien se detiene está firmando su sentencia de muerte. Y, sin embargo, de cuando hay que detenerse y correr. Y no sólo por los disparos rasantes que llegan del mar, sino por las bombas que labran la muerte desde el aire. El límpido cielo andaluz es ahora el tenebroso espacio del crimen, desde el que los trimotores alemanes hieren la tierra de sangre. Y, por si fuera poco esta alianza de terror de cielo y mar, en tierra los tanques pasan sobre los últimos fugitivos de la caravana. Y con este espantoso converger de la muerte por tierra, aire y mar, la columna se estremece. Como fantasmas se arrastran los cuerpos con los pies sangrando, los pulmones secos y las bocas jadeantes, pronunciando una sóla palabra: Almería…«
(texto de uno de los refugiados de la caravana)

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«Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora, por lo menos, sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen«.
(texto del General Queipo de Llano)

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Conclusión

El poder nos devasta; la ambición nos hunde; y queremos esconderlos bajo ideologías falsas; bajo utopías impropias de la razón humana. Pensamos solo en el bienestar propio, y rechazamos a los que no son como nosotros.

Aquella guerra enfrentó a republicanos contra fascistas, pero hoy día aún subsisten la insolidaridad, el racismo, la intolerancia. Hoy día, aun después de conocer episodios tan nefastos y sinsentidos como éste que os cuento, somos capaces de rechazar a esos pobres desdichados que se echan al mar buscando su sitio en el mundo sólo porque tienen hambre y necesitan algo para sus familias… aún hoy somos capaces de mirar a un árabe con desprecio… aún hoy somos capaces de mirar por encima del hombro a quien no tiene nada y se acerca a nosotros para pedir una hogaza de pan o una moneda… aún hoy seguimos siendo ignorantes de lo que significa ser humano.

Publicado en: Historia de España, Edad Contemporanea

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