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El encontronazo entre Unamuno y Millán Astray

Coruña es una ciudad de contrastes. Gozosamente republicana en un tiempo no tan lejano, hoy da cobijo a los últimos residuos de simbología franquista. Por detrás del Ayuntamiento hay una placita en memoria de Millán Astray. Durante una época me cruzaba todos los días con la estatua del fundador de la Legión. Entonces tenía un ataque agudo de pasiones tristes. Al final acababa siempre rememorando la escena de Salamanca.

Con la ayuda de Franco, Millán formó un presunto cuerpo de élite, a imagen de la Legión Extranjera de Francia. Reclutaron, en una buena parte, a lo mejor de la juventud descarriada de España. Desarraigados, psicópatas, alcohólicos y asesinos eran recibidos en las plazas africanas por un oficial estrambótico, histriónico y energúmeno.

A Millán, reconocido novio de la muerte, le encantaba representar su numerito. Vociferaba, chillaba, escupía. Los muchachos, entusiasmados, salían enfervorecidos. En resumen, conseguía transmitir su temeridad a los reclutas, embriagados por una atmósfera de la camadería más envilecida que uno pueda imaginar. Perto todo sea por levantar la moral de la tropa.

Millán demostraba su ferocidad en el campo de batalla. Cuando en el 36 los militares quisieron repetir a lo grande la sanjurjada (total, salía gratis), el ‘gran’ legionario se había convertido en un monstruo. Véanse sino las fotos. Una cicatriz brutal en la cara, sin el ojo derecho, amputado del brazo izquierdo… Cuanto más lo herían más le gustaba: la psicología de las profundiades tiene mucho que decir, por cierto, de tales actitudes oscuramente libidinosas.

El 12 de octubre de 1936, la Raza había encontrado su Día, como el prurito resarcido por su apropiada fruición. En el paraninfo de la universidad de Salamanca se reunía lo más selecto de las mejores familias de España. Millán entra con su escolta de legionarios y metralletas. Varios oradores preparan la escena. Recuérdese que estamos en una de las fases más calientes de la barbarie, bien que sea discutible que se llegase a enfriar en algún momento. Las adhesiones si no eran inquebrantables se convertían en defecciones.

Los oradores, pues, eran simples propagandistas. Gritan acerca de lo de siempre: los anti-españoles, los nacionalismos, el comunismo, la conspiración judeomasónica. Miguel de Unamuno era el rector. En un momento del acto toma la palabra. Su discurso es cortado varios veces. Crece el murmullo, la gente se agita, la espuma primero ribeteada en las sonrisitas sardónicas deviene torrente negro de indignación. Ah, los indignados.

Unamuno, que años atrás, viendo el cariz que tomaba la evolución de la República, había ¿renegado? de la misma con su breve frase de «no es esto, no es esto…», anciano de 72 años, quién sabe si con la lucidez de los que ya no tienen nada que perder, lanza las críticas más fuertes que se habrán de oír públicamente contra los nacionales a lo largo de muchos, muchos años. Su intervención tiene un remate para la historia: «¡Venceréis, pero no convenceréis!».

Entonces se armó. Millán, furioso, gritó: ¡Muera la inteligencia!¡Viva la muerte! Los legionarios repiten ¡Viva la muerte! La muchedumbre está fuera de sí. Hay que fusilar al vejete allí mismo. Entre Pemán y algún otro consiguen sacar a Unamuno agarrándolo al brazo de Carmen Polo, señora del Caudillo.

La anécdota es jugosa, triste, espeluznante. Hará cosa de un año, en la misma plaza coruñesa, medio centenar de ex legionarios se concentraron de manera preventiva: había rumores de que el Ayuntamiento iba a retirar la estatua del fundador. Afortunadamente, que dirían algunos, el Ayuntamiento está para preocuparse por lo que de verdad importa a los ciudadanos, y no para retirar estatuas. Uno de los presentes afirmó que Millán Astray era sólo el fundador de la Legión, no un político. También Franco recomendada a sus allegados que hiciesen como él y que no se metiesen en política. Que santos varones, señor mío. Empiezo a comprender lo de la cabra.